Resulta curiosa la coincidencia: estreno de la película 13 rosas y beatificación de 498 mártires de la persecución religiosa en España.
Con ambos recuerdos a la vez no es difícil darse cuenta de la generalizada insensatez en nuestro país durante los años treinta. Por parte de todos.
La República trató de paliar evidentes injusticias en una sociedad escasamente desarrollada, caciquil y retrógrada. Apostó por la educación y la cultura y defendió nominalmente valores democráticos. Pero lo hizo desde un frentismo feroz y sin garantizar mínimamente la seguridad y el orden público (que es, se quiera o no, la primera obligación de un gobernante, sin el cual todo lo demás que haga es irrelevante). Muchos de sus dirigentes, antes y después del 18 de julio del 36, azuzaron a masas hambrientas e incultas contra la Iglesia, que si bien no siempre había guardado la ecuanimidad necesaria, no era desde luego merecedora de los ataques personales y materiales que sufrió.
El ejemplo de quienes murieron por el mero hecho de ser católicos, sin renegar de su fe, perdonando y rezando por quienes les estaban asesinando, es un ejemplo de entereza que evidencia hasta qué punto la Iglesia es depositaria de unos valores que van mucho más allá de las actuaciones equivocadas de sus miembros en un momento dado. Otra cosa es que con la beatificación se quiera soslayar una actuación institucional que no fue precisamente ejemplar (aunque problamente era básicamente defensiva frente a quienes pretendían aniquilarla).
En el otro bando, y después ya de la contienda, resulta estremecedor lo que se hizo con aquellas trece jóvenes. Y, sobre todo, resulta desalentador que se hiciera desde un régimen que proclamaba una fe desde la que, se mire como se mire, no puede justificarse una actuación como aquella. La pena de muerte es siempre, además de un acto inhumano, la constatación del fracaso del régimen que lo practica. En un caso como el de aquellas militantes de la JSU era, además, innecesario, vil y puramente vengativo.
Las dos actuaciones, en fin, son sólo producto del odio. Un odio azuzado por políticos mediocres y con una nula visión de futuro. No hay que perderlo de vista. Esta y no otra es la memoria histórica que precisamos: recordar que los políticos que denigran y descalifican al adversario y a quienes le apoyan generan un odio que luego no hay quien pare. Que no cabe el maniqueísmo que demoniza a un sector de la población por su ideología.
Deberían tenerlo en cuenta en la tramitación de esta ley de la Memoria Histórica. Personalmente, soy partidario de dejar las cosas como están. De no remover la mierda. Pero si se quiere hacer, además de valorar con mucho cuidado las consecuencias, deberían recordar que hubo víctimas de todos los signos y todos deben ser objeto de reparación. Como todos los políticos de aquella época (o casi todos) objeto de crítica. No sirve decir que algunas víctimas ya han sido objeto de reparación durante cuarenta años. Primero, porque no es igual que el resarcimiento venga de una dictadura que de un régimen democrático; pero, además, porque como cantaba Aguaviva sobre un poema de Bertol Brecht:
"La guerra que vendrá
no es la primera.
Hubo otras guerras.
Al final de la última quedaron vencedores y vencidos.
Entre los vencidos, el pueblo llano pasaba hambre.
Entre los vencedores, el pueblo llano la pasó también"
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3 comentarios:
Yo no voy a entender de vinos, Clementain, entre otras cosas porque, aunque lo he intentado, no me gusta.
¡Qué se le va a hacer!
Ahora bien, de otras cosas, le dices a tu amigo que yo sí entiendo. Y si no entiendo, me lo invento.
Quelosepas.com
Pues me parece bien. Eso sí, ¿diríamos lo mismo si nos hablaran del vino de pitarra...?
Lo mismito. Diríamos lo mismito.
A mí el pitarra sólo me gusta cuando bebo más de un litro, como a todo el mundo cabal.
fdo: ilegible.
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