sábado, 14 de octubre de 2017

El problema catalán


El debate del 11 de octubre de 2017 en el Congreso de los Diputados sobre la encrucijada en la que el desacato constitucional de las instituciones de la Comunidad Autónoma Catalana ha puesto al conjunto de las instituciones del Estado español ha sido esclarecedor, aunque ha faltado decisión para afrontarlo con todas sus consecuencias.

Más allá de las continuaciones apelaciones a los sufrimientos de los socialistas en aras de la libertad de este país de Margarita Robles para suplir la presencia en el estrado de su líder, de la indisimulada impaciencia de Rivera para tratar de aprovechar electoralmente la situación o de la indecencia de Pablo Iglesias al utilizar la figura de Adolfo Suárez para reivindicar posiciones políticas que éste nunca hubiera aceptado, el enfoque del problema se articula entre la apelación de Rajoy a la ley y la Constitución, la de Campuzano a la realidad nacional de Cataluña y su consecuente derecho a decidir si quieren construir un Estado propio y la de Esteban a la posibilidad de cerrar para el futuro este debate a través de una “ley de claridad” similar a la canadiense.

Como se afirmó en diversas ocasiones, el debate actual no es de competencias ni de financiación. O, por mejor decir, no es sólo de competencias y de financiación. El verdadero debate es si una parte de España (en este caso, Cataluña, eventualmente el País Vasco y, si se planteara, otros territorios) tienen derecho a decidir la posibilidad de constituirse en un estado propio. La respuesta de Rajoy, a mi juicio muy pobre, es que la Constitución determina que existe una sola soberanía nacional y que, por tanto, ese debate no puede ni siquiera mantenerse si no se abre un proceso de modificación constitucional que lo habilite. Y que ese debate, si se planteara, sería de exclusiva competencia española, por lo que no se precisan mediadores de ninguna naturaleza. Por el contrario, los líderes nacionalistas de la extinta CiU y del PNV reivindican (no es nuevo) la consideración nacional de Cataluña y las Vascongadas.

El respeto a la ley que proclamó Rajoy y al que se adhirieron el PSOE y Ciudadanos es una premisa básica del Estado de Derecho y de la convivencia en libertad y armonía. Pero no debe olvidarse el poder jurídico de lo fáctico. Como alguno advirtió antes del 1 de octubre, si una persona atenta contra la ley es un problema policial; si atentan 10, es un problema judicial; pero si atentan más de 100 es un problema político.

Que más de dos millones de catalanes aspiren a tener todas las ventajas de ser españoles y europeos sin contribuir al sostenimiento de España ni de Europa y eligiendo las normas que les apetece cumplir no les otorga derecho ni razón alguna, pero obliga a los legítimos poderes de la nación española a explicarles por qué lo que pretenden no es viable, es injusto y resulta delirante. Sin atacar su fábula independentista en Cataluña, en el conjunto de España y en Europa, ésta tenderá a repetirse de tanto en tanto.
Por eso es imprescindible aclarar, con contundencia, que España es una única nación; que cualquier poder que tenga la comunidad autónoma catalana deriva del conjunto de los españoles y será tan amplio o limitado como el conjunto de estos deseen; que los catalanes no tienen soberanía alguna; que el conjunto de su pueblo es tan respetable como lo es Villanueva de la Serena o Las Pedroñeras, pero tan inhábil para constituir un nuevo país en la comunidad internacional como cualquiera de estos. Obviamente, Cataluña es respetable y sus instituciones lo son; pero si no cumplen la ley, el Estado de Derecho exige hacer todo lo preciso para que vuelvan a la legalidad.

Parece claro, evidente. Pero a veces hay que insistir. Aunque no resulta apetecible ni eficiente destinar tiempo, recurso ni sentimientos a defender lo obvio.