domingo, 14 de septiembre de 2008

Soberanía, consultas y Parlamentos

El Tribunal Constitucional acaba de declarar, en una reciente sentencia, la inconstitucionalidad de la Ley 9/2008, de 27 de junio, del Parlamento Vasco, de convocatoria y regulación de una consulta popular al objeto de recabar la opinión ciudadana en la Comunidad Autónoma del País Vasco “sobre la apertura de un proceso de negociación para alcanzar la paz y la normalización política”.

Más allá de deficiencias procedimentales en la tramitación de esta ley que pretendía habilitar al lendakari Ibarretxe a efectuar esta consulta, el Tribunal Constitucional explica cómo “La Ley recurrida presupone la existencia de un sujeto, el ‘Pueblo Vasco’, titular de un ‘derecho a decidir’ susceptible de ser ‘ejercitado’ (…) equivalente al titular de la soberanía, el Pueblo Español, y capaz de negociar con el Estado constituido por la Nación española los términos de una nueva relación entre éste y una de las Comunidades Autónomas en las que se organiza. La identificación de un sujeto institucional dotado de tales cualidades y competencias resulta, sin embargo, imposible sin una reforma previa de la Constitución vigente.”

Y es que ese “sujeto” que trata de crear la Ley del Parlamento Vasco es “un sujeto creado, en el marco de la constitución, por los poderes constituidos en virtud del ejercicio de un derecho a la autonomía reconocido por la Norma fundamental.” Y, por tanto, “Este sujeto no es titular de un poder soberano, exclusivo de la Nación constituido en Estado”.

Recordando Sentencias anteriores, el Tribunal Constitucional insiste en que “la Constitución parte de la unidad de la Nación española, que se constituye en Estado social y democrático de Derecho, cuyos poderes emanan del pueblo español en el que reside la soberanía nacional”. E insiste en que el procedimiento que pretende el Parlamento Vasco “no puede dejar de afectar al conjunto de los ciudadanos españoles, pues en el mismo se abordaría la redefinición del orden constituido por la voluntad soberana de la Nación, cuyo cauce constitucionalmente no es otro que el de la revisión formal de la Constitución”.

Y concluye este argumento señalando que la consulta “incide sobre cuestiones fundamentales resueltas con el proceso constituyente y que resultan sustraídas a la decisión de los poderes constituidos. El respeto a la Constitución impone que los proyectos de revisión del orden constituido, y especialmente de aquéllos que afectan al fundamento de la identidad del titular único de la soberanía, se sustancie abierta y directamente por la vía que la Constitución ha previsto para esos fines. No caben actuaciones por otros cauces ni de las Comunidades Autónomas ni de cualquier órgano del Estado, porque sobre todos está siempre, expresada en la decisión constituyente, la voluntad del Pueblo español, titular exclusivo de la soberanía nacional, fundamento de la Constitución y origen de cualquier poder político”.

En resumen, la Sentencia reivindica la soberanía del Pueblo español como fundamento último de cualquier decisión sobre la organización político-institucional, de forma que no cabe hablar de soberanía asociada a los cuerpos electorales de las diferentes comunidades autónomas.

La Sentencia ha sido acogida con satisfacción por los principales partidos políticos de ámbito nacional y por la práctica totalidad de analistas políticos y conformadores de opinión, así como por la ciudadanía en general. Nunca está de más que se recuerde lo obvio a quien, con burdos juegos de palabras y esperpénticos simulacros de prestidigitación, quiere conformar por su propia voluntad un sujeto constituyente, a través de una consulta supuestamente orientada a un fin distinto y mediante una ley de propósito único y sin alcance general.

Pero más allá de la conformidad con esta Sentencia, hay quienes ya tratan de buscar en ella los fundamentos para acabar con el reciente Estatuto de Autonomía de Cataluña. Acudiendo al mismo concepto de soberanía, dicen, es difícil sostener muchas de las prerrogativas que se han concedido a aquella autonomía en materias como la judicial, presupuestaria o fiscal, por poner sólo algunos ejemplo. Y más complicado aún es reconocerle un derecho a negociar directamente en pie de igualdad con el Estado central determinadas materias.

Mucho me temo (y ya lo siento) que la pretendida identificación de ambos casos vaya a resultar frustrada. Porque al igual que la Sentencia reconoce la existencia de un único poder soberano (y constituyente) permite que los estatutos de autonomía incluyan ciertas previsiones (por ejemplo, en materia de consultas populares) siempre que hayan sido establecidas específicamente en aquellos a través de los cauces procedimentales oportunos. Esto es, parece que existe una sola soberanía, pero no que ésta (o parte de la misma) sea delegable.

Y es que, si no, ¿por qué existen parlamentos autonómicos? Sin un poder soberano, ¿cómo puede existir poder legislativo?

Porque probablemente ni en el ámbito teórico ni, menos aún, en el ciudadano, se ha hecho una reflexión seria de lo que supone el estado autonómico. De si es sólo (que no es poco) un modo de administrar intereses particulares desde una mayor cercanía, o si implica algún tipo de atribución de verdadero poder político originario (soberano). Y si esto es así (bien porque se estén reconociendo realidades previas, bien porque sean creados ‘ex novo’ en el proceso constituyente) si esto tiene límites, dónde están y quién debe decidirlos.

No hay duda es que el nuevo Estatuto catalán (como el andaluz, el valenciano y otros muchos) redefinen la relación del Estado central con cada autonomía. Y esto altera tanto el pacto constituyente que resulta cuando menos cuestionable que sea algo que pueda hacerse directamente por la Cortes Generales sin una consulta previa al conjunto del Pueblo español como pueblo soberano. Porque así como el pueblo catalán ha tenido ocasión de pronunciarse sobre cómo quería relacionarse con el Estado español, no ha sido el Pueblo español quien ha decidido si le conviene o no esa relación, sino sus representantes, atribuyéndose esta representación en una materia que parece pudiera exceder de sus competencias ordinarias.

Realmente, estamos presenciando ahora las deficiencias de un sistema improvisado en un momento político en el que nunca debieron tomarse estas decisiones. Los que éramos muy pequeños cuando todo aquello sucedió nos echamos las manos a la cabeza cuando vemos cómo se fueron desarrollando algunos acontecimientos. Por ejemplo, cuando uno contempla en el vídeo que vendía hoy El Mundo sobre el año 1980 los avatares con los que Andalucía consiguió una autonomía del mismo nivel que Cataluña o el País Vasco. Escuredo, el presidente del órgano preautonómico de entonces, justifica toda la que se organizó porque desde el Gobierno (de una UCD moribunda) se pretendía dejarles en una autonomía que sólo suponía una descentralización del poder, pero que podía no incorporar un parlamento con verdadera capacidad legislativa. ¿Tan malo hubiera sido aquello para Andalucía que a la postre hubiera supuesto un modelo autonómico radicalmente distinto en toda España, mucho menos clientelista y más eficiente?