Resulta curiosa la coincidencia: estreno de la película 13 rosas y beatificación de 498 mártires de la persecución religiosa en España.
Con ambos recuerdos a la vez no es difícil darse cuenta de la generalizada insensatez en nuestro país durante los años treinta. Por parte de todos.
La República trató de paliar evidentes injusticias en una sociedad escasamente desarrollada, caciquil y retrógrada. Apostó por la educación y la cultura y defendió nominalmente valores democráticos. Pero lo hizo desde un frentismo feroz y sin garantizar mínimamente la seguridad y el orden público (que es, se quiera o no, la primera obligación de un gobernante, sin el cual todo lo demás que haga es irrelevante). Muchos de sus dirigentes, antes y después del 18 de julio del 36, azuzaron a masas hambrientas e incultas contra la Iglesia, que si bien no siempre había guardado la ecuanimidad necesaria, no era desde luego merecedora de los ataques personales y materiales que sufrió.
El ejemplo de quienes murieron por el mero hecho de ser católicos, sin renegar de su fe, perdonando y rezando por quienes les estaban asesinando, es un ejemplo de entereza que evidencia hasta qué punto la Iglesia es depositaria de unos valores que van mucho más allá de las actuaciones equivocadas de sus miembros en un momento dado. Otra cosa es que con la beatificación se quiera soslayar una actuación institucional que no fue precisamente ejemplar (aunque problamente era básicamente defensiva frente a quienes pretendían aniquilarla).
En el otro bando, y después ya de la contienda, resulta estremecedor lo que se hizo con aquellas trece jóvenes. Y, sobre todo, resulta desalentador que se hiciera desde un régimen que proclamaba una fe desde la que, se mire como se mire, no puede justificarse una actuación como aquella. La pena de muerte es siempre, además de un acto inhumano, la constatación del fracaso del régimen que lo practica. En un caso como el de aquellas militantes de la JSU era, además, innecesario, vil y puramente vengativo.
Las dos actuaciones, en fin, son sólo producto del odio. Un odio azuzado por políticos mediocres y con una nula visión de futuro. No hay que perderlo de vista. Esta y no otra es la memoria histórica que precisamos: recordar que los políticos que denigran y descalifican al adversario y a quienes le apoyan generan un odio que luego no hay quien pare. Que no cabe el maniqueísmo que demoniza a un sector de la población por su ideología.
Deberían tenerlo en cuenta en la tramitación de esta ley de la Memoria Histórica. Personalmente, soy partidario de dejar las cosas como están. De no remover la mierda. Pero si se quiere hacer, además de valorar con mucho cuidado las consecuencias, deberían recordar que hubo víctimas de todos los signos y todos deben ser objeto de reparación. Como todos los políticos de aquella época (o casi todos) objeto de crítica. No sirve decir que algunas víctimas ya han sido objeto de reparación durante cuarenta años. Primero, porque no es igual que el resarcimiento venga de una dictadura que de un régimen democrático; pero, además, porque como cantaba Aguaviva sobre un poema de Bertol Brecht:
"La guerra que vendrá
no es la primera.
Hubo otras guerras.
Al final de la última quedaron vencedores y vencidos.
Entre los vencidos, el pueblo llano pasaba hambre.
Entre los vencedores, el pueblo llano la pasó también"
domingo, 28 de octubre de 2007
viernes, 19 de octubre de 2007
Por fin vas a entender de vinos
Mi buen amigo Andrés Sánchez Magro acaba de publicar en Espasa "Por fin vas a entender de vinos", un libro ameno y de fácil lectura para quien quiera iniciarse en el conocimiento de este alegre mundo cada vez más de moda.
Con un formato de pregunta-respuesta, recorre desde los diferentes tipos de uvas hasta los gurús del vino, pasando por el proceso de elaboración de los distintos tipos de vinos o las referencias a las denominaciones más tradicionales de nuestro país (Rioja, Jerez, Ribera del Duero, Toro, Somontano,...) y a caldos como los cavas o los vinos dulces.
No es un libro para entendidos ni una guía de marcas o añadas, pero sí es una referencia muy útil para quienes están aficionándose al vino y quieren tener una rápida visión general.
Y también una lectura de interés para cualquiera inquieto intelectualmente, por las múltiples cuestiones que sólo apunta y deja sin resolver y por las rotundas afirmaciones que hace en otras ocasiones (políticamente incorrectas algunas de ellas, como procede). Como ésta, de las páginas iniciales:
"No olvidemos que el vino es sobre todo salud y fortaleza del espíritu. Una credencial para cultivar otro modelo de sociedad, más culta, elegante y de discurso lento, el de la libación sosegada y observadora. El de la mesa compartida con la palabra en el aire."
Atinada observación de quien reconoce que a él los edificios que le gustan son las iglesias, las bodegas y las plazas de toros. ¿Hay mejor elección?
Con un formato de pregunta-respuesta, recorre desde los diferentes tipos de uvas hasta los gurús del vino, pasando por el proceso de elaboración de los distintos tipos de vinos o las referencias a las denominaciones más tradicionales de nuestro país (Rioja, Jerez, Ribera del Duero, Toro, Somontano,...) y a caldos como los cavas o los vinos dulces.
No es un libro para entendidos ni una guía de marcas o añadas, pero sí es una referencia muy útil para quienes están aficionándose al vino y quieren tener una rápida visión general.
Y también una lectura de interés para cualquiera inquieto intelectualmente, por las múltiples cuestiones que sólo apunta y deja sin resolver y por las rotundas afirmaciones que hace en otras ocasiones (políticamente incorrectas algunas de ellas, como procede). Como ésta, de las páginas iniciales:
"No olvidemos que el vino es sobre todo salud y fortaleza del espíritu. Una credencial para cultivar otro modelo de sociedad, más culta, elegante y de discurso lento, el de la libación sosegada y observadora. El de la mesa compartida con la palabra en el aire."
Atinada observación de quien reconoce que a él los edificios que le gustan son las iglesias, las bodegas y las plazas de toros. ¿Hay mejor elección?
jueves, 11 de octubre de 2007
La función del Parlamento (a propósito de la Ley de la Memoria Histórica)
Es curioso lo que ha sucedido en la tramitación de la Ley de la Memoria Histórica. Después de muchos meses parada, se reactiva a pocos meses de las elecciones en un intento nada disimulado por movilizar la conciencia de una parte significativa de la izquierda de cara a los comicios.
En todo caso, y más allá de su contenido y oportunidad, lo que me parece más grave desde la perspectiva de una democracia parlamentaria son las razones aducidas para dinamizar ahora su proceso de aprobación. El pasado lunes, el portavoz del PSOE anunció que se había desbloqueado la negociación de la Ley al conseguirse un alto grado de acercamiento entre numerosos partidos, lo que permitía garantizar su aprobación.
Lo indignante es que esta negociación se ha producido al margen del debate parlamentario y, de hecho, la ponencia para la discusión del proyecto de ley sólo se ha convocado cuando se ha alcanzado un acuerdo fuera del debate público, en reuniones secretas o discretas (tanto da), sin presencia de periodistas, cámaras, micrófonos,.. ni siquiera de los partidos contrarios al acuerdo alcanzado.
El Parlamento no es (no puede ser) un espacio en el que se voten acuerdos alcanzados de forma sigilosa. Es imprescindible que cualquier negociación y discusión sobre las leyes se realice precisamente allí y de forma pública. Que se sepa qué es lo que pide inicialmente cada uno, qué argumentos se intercambian, cómo se va modificando la redacción y cuál es el cambio de posiciones de cada uno de los grupos.
En una democracia el procedimiento de formación de la voluntad de los legisladores es tan importante como el hecho de que estos puedan votar un texto final. No sólo porque con ello se da un elemento clave de interpretación del sentido de la ley finalmente aprobada, sino sobre todo porque sólo de ese modo los ciudadanos saben la contundencia con la que sus representantes defienden sus posiciones, a qué están dispuestos a renunciar y a cambio de qué, qué ofrece el partido mayoritario a los demás para recabar su apoyo, cuáles son las razones de cada alianza,...
Pero eso supondría que nuestros políticos se sintieran responsables frente a quienes les votan. Algo muy complicado cuando a quienes tienen que agradar es a los que les ponen en el lugar adecuado de la lista de su partido.
En todo caso, y más allá de su contenido y oportunidad, lo que me parece más grave desde la perspectiva de una democracia parlamentaria son las razones aducidas para dinamizar ahora su proceso de aprobación. El pasado lunes, el portavoz del PSOE anunció que se había desbloqueado la negociación de la Ley al conseguirse un alto grado de acercamiento entre numerosos partidos, lo que permitía garantizar su aprobación.
Lo indignante es que esta negociación se ha producido al margen del debate parlamentario y, de hecho, la ponencia para la discusión del proyecto de ley sólo se ha convocado cuando se ha alcanzado un acuerdo fuera del debate público, en reuniones secretas o discretas (tanto da), sin presencia de periodistas, cámaras, micrófonos,.. ni siquiera de los partidos contrarios al acuerdo alcanzado.
El Parlamento no es (no puede ser) un espacio en el que se voten acuerdos alcanzados de forma sigilosa. Es imprescindible que cualquier negociación y discusión sobre las leyes se realice precisamente allí y de forma pública. Que se sepa qué es lo que pide inicialmente cada uno, qué argumentos se intercambian, cómo se va modificando la redacción y cuál es el cambio de posiciones de cada uno de los grupos.
En una democracia el procedimiento de formación de la voluntad de los legisladores es tan importante como el hecho de que estos puedan votar un texto final. No sólo porque con ello se da un elemento clave de interpretación del sentido de la ley finalmente aprobada, sino sobre todo porque sólo de ese modo los ciudadanos saben la contundencia con la que sus representantes defienden sus posiciones, a qué están dispuestos a renunciar y a cambio de qué, qué ofrece el partido mayoritario a los demás para recabar su apoyo, cuáles son las razones de cada alianza,...
Pero eso supondría que nuestros políticos se sintieran responsables frente a quienes les votan. Algo muy complicado cuando a quienes tienen que agradar es a los que les ponen en el lugar adecuado de la lista de su partido.
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jueves, 4 de octubre de 2007
Francisco de Asís
Hoy 4 de octubre la Iglesia Católica conmemora la festividad de Francisco de Asís. Y para quienes nos educamos de niños en un colegio franciscano y dedicamos gran parte de nuestra adolescencia y juventud a grupos juveniles inspirados en su figura nos resulta difícil no tener atisbos de nostalgia llegado este día.
Francisco no es un santo al uso. Supongo que ninguno lo es. Desde los apóstoles hasta los más recientes cada uno ha dejado suficiente huella para que se le recuerde y proponga como modelo de lo que es un posible modo de vivir conforme a las enseñanzas de Jesús.
Sin embargo, en el caso de Francisco el asunto tiene una singularidad que para mí lo hace irrepetible: él trata sólo de vivir conforme al Evangelio. Sin más reglas ni prejuicios. No quiere crear un ejército para Dios (Ignacio de Loyola), recluir a monjes en monasterios (San Benito) o impulsar una vida de estudio (Santo Domingo),… De hecho, ni siquiera trata de crear una orden religiosa, sino que eso es algo a lo que se ve irremediablemente abocado por el número de hermanos que se le van uniendo. Y prueba de que ni lo busca ni sabe gestionarlo es que es cesado como Ministro General en vida, cosa bastante infrecuente (si no única) entre los fundadores de órdenes religiosas.
Tal vez por eso, a quienes crecimos en la fe a la sombra de su ejemplo Francisco nos ha colocado con el paso de los años en una situación bastante comprometida. Porque lo que con quince o dieciséis años era un ejemplo radical, atractivo y rompedor, ahora, inmersos en una vida personal y laboral que nada tiene que ver con sus valores, es un recuerdo permanente de lo inalcanzable de su propuesta. Al menos, sin la valentía que él tuvo de romper con todo.
Recuerdo muchas veces una de las viñetas de “Francisco el Buenagente”, de Cortés, en la que explicaba que si uno había tenido la suerte de beber a borbotones el agua pura que brotaba sin cesar de un manantial no podía conformarse ya con pequeños sorbitos de otras fuentes que encontraba a su paso. Algo así es lo que uno siente cuando reconoce que la fe (como otras muchas cosas en la vida) o se vive en serio o mejor olvidarse de ella (aunque sea por un tiempo).
Esa es también la razón por la que, más allá de que uno pueda ahora estar más o menos alejado de su enseñanza e incluso de la fe, esa forma de enfocar las cosas de Francisco ha dejado una huella que acabamos trasladando a otras facetas de nuestro comportamiento. Y que básicamente consiste en que las cosas se hacen sólo si uno cree absolutamente en ellas y, entonces, sin control ni cortapisas.
Dicho de otro modo: la radicalidad, la coherencia, la absoluta despreocupación del qué dirán, la libertad,… son valores asociados inicialmente al campo de la fe en el modo en que la vivió Francisco, pero que acaban impregnando otros aspectos de la vida. No con toda la contundencia que a uno le gustaría (no queda más remedio que vivir en sociedad), pero sí como ideal que nunca deja de estar presente.
Porque al final, con el paso de los años, lo que realmente se ha sedimentado es la conciencia de que Francisco fue un hombre básicamente feliz porque fue libre. Y consiguió ser libre cuando se despojó de todo lo que le ataba a las convenciones sociales y dejó de actuar conforme a lo que se esperaba de él.
Cierto es que pudo hacerlo porque tenía la confianza puesta en que había alguien todopoderoso que le daría de comer y cuidaría de él. La duda entonces es por qué los que dicen que tienen esta confianza no actúan como Francisco y son tan libres como él. Y cómo se nos ocurre pretender ser libre a los que no tenemos esa confianza.
Una primera cita pertenece a Fray Carlos Amigo Vallejo, franciscano (ofm), Cardenal Arzobispo de Sevilla, que en su libro “Caminar con Francisco de Asís”, de la Editorial Asís, dice así:
“En San Francisco, en su ideal y en su vida, todo es transparente. Porque todo respira cordialidad, sencillez, amistad. Sentido hondo y universal de lo fraterno. Un lenguaje, éste de Francisco de Asís, comprensible para todos y válido en cualquier tiempo.
La contestación, como fenómeno de rechazo o indiferencia, no ha llegado a San Francisco. Quizá porque en él nada había de poder, de afán de dominio o de imposición. Aprendió lo difícil del ser libre. Y supo querer sin violencia. Pudo vivir en armonía con la naturaleza y con los hombres. (…)
Anuncia la liberación de la pobreza, la sencillez y la paz. Y su forma de vivir rompe todos los diques de la violencia, del orgullo, de la enemistad”.
Por su parte, el escritor Álvaro Pombo, en su sugerente y bastante ortodoxa “Vida de San Francisco de Asís. Una paráfrasis” (Editorial Planeta) dice lo siguiente:
“Uno de los atractivos de san Francisco de Asís fue para mí la sensación de hallarme ante un cristianismo anterior al concepto de pecado. Siempre tuve la impresión de que el pecado era un concepto menos importante en los evangelistas que el concepto de plenitud o de gracia o de pléroma o de boda (…). No estoy eludiendo la cruz. Pero la cruz no puede ser sustancial, de la misma manera que no puede ser sustancial el rescate: el sacrificio del cordeo inmaculado para pagar con su sangre el rescate, no puede ser sustancial”.
Como visión novelada muy atractiva y maravillosamente escrita recomiendo “El pobre de Asís” de Nikos Kazantzakis, en la Editorial Debate.
A nivel literario, aunque no han caído aún en mis manos, fuentes generalmente bien informadas dicen que los libros más interesantes sobre él son los de Chesterton y Pardo Bazán.
Y como divertimento genial el comic citado: “Francisco el Buenagente” de José Luis Cortés en la Editorial PPC.
Francisco no es un santo al uso. Supongo que ninguno lo es. Desde los apóstoles hasta los más recientes cada uno ha dejado suficiente huella para que se le recuerde y proponga como modelo de lo que es un posible modo de vivir conforme a las enseñanzas de Jesús.
Sin embargo, en el caso de Francisco el asunto tiene una singularidad que para mí lo hace irrepetible: él trata sólo de vivir conforme al Evangelio. Sin más reglas ni prejuicios. No quiere crear un ejército para Dios (Ignacio de Loyola), recluir a monjes en monasterios (San Benito) o impulsar una vida de estudio (Santo Domingo),… De hecho, ni siquiera trata de crear una orden religiosa, sino que eso es algo a lo que se ve irremediablemente abocado por el número de hermanos que se le van uniendo. Y prueba de que ni lo busca ni sabe gestionarlo es que es cesado como Ministro General en vida, cosa bastante infrecuente (si no única) entre los fundadores de órdenes religiosas.
Tal vez por eso, a quienes crecimos en la fe a la sombra de su ejemplo Francisco nos ha colocado con el paso de los años en una situación bastante comprometida. Porque lo que con quince o dieciséis años era un ejemplo radical, atractivo y rompedor, ahora, inmersos en una vida personal y laboral que nada tiene que ver con sus valores, es un recuerdo permanente de lo inalcanzable de su propuesta. Al menos, sin la valentía que él tuvo de romper con todo.
Recuerdo muchas veces una de las viñetas de “Francisco el Buenagente”, de Cortés, en la que explicaba que si uno había tenido la suerte de beber a borbotones el agua pura que brotaba sin cesar de un manantial no podía conformarse ya con pequeños sorbitos de otras fuentes que encontraba a su paso. Algo así es lo que uno siente cuando reconoce que la fe (como otras muchas cosas en la vida) o se vive en serio o mejor olvidarse de ella (aunque sea por un tiempo).
Esa es también la razón por la que, más allá de que uno pueda ahora estar más o menos alejado de su enseñanza e incluso de la fe, esa forma de enfocar las cosas de Francisco ha dejado una huella que acabamos trasladando a otras facetas de nuestro comportamiento. Y que básicamente consiste en que las cosas se hacen sólo si uno cree absolutamente en ellas y, entonces, sin control ni cortapisas.
Dicho de otro modo: la radicalidad, la coherencia, la absoluta despreocupación del qué dirán, la libertad,… son valores asociados inicialmente al campo de la fe en el modo en que la vivió Francisco, pero que acaban impregnando otros aspectos de la vida. No con toda la contundencia que a uno le gustaría (no queda más remedio que vivir en sociedad), pero sí como ideal que nunca deja de estar presente.
Porque al final, con el paso de los años, lo que realmente se ha sedimentado es la conciencia de que Francisco fue un hombre básicamente feliz porque fue libre. Y consiguió ser libre cuando se despojó de todo lo que le ataba a las convenciones sociales y dejó de actuar conforme a lo que se esperaba de él.
Cierto es que pudo hacerlo porque tenía la confianza puesta en que había alguien todopoderoso que le daría de comer y cuidaría de él. La duda entonces es por qué los que dicen que tienen esta confianza no actúan como Francisco y son tan libres como él. Y cómo se nos ocurre pretender ser libre a los que no tenemos esa confianza.
* * * * *
Para acabar, algunos apuntes literarios de distinto signo sobre el personaje, que dan una idea de cómo ha influido en personas de talante, creencias y formas de vida muy distintas.Una primera cita pertenece a Fray Carlos Amigo Vallejo, franciscano (ofm), Cardenal Arzobispo de Sevilla, que en su libro “Caminar con Francisco de Asís”, de la Editorial Asís, dice así:
“En San Francisco, en su ideal y en su vida, todo es transparente. Porque todo respira cordialidad, sencillez, amistad. Sentido hondo y universal de lo fraterno. Un lenguaje, éste de Francisco de Asís, comprensible para todos y válido en cualquier tiempo.
La contestación, como fenómeno de rechazo o indiferencia, no ha llegado a San Francisco. Quizá porque en él nada había de poder, de afán de dominio o de imposición. Aprendió lo difícil del ser libre. Y supo querer sin violencia. Pudo vivir en armonía con la naturaleza y con los hombres. (…)
Anuncia la liberación de la pobreza, la sencillez y la paz. Y su forma de vivir rompe todos los diques de la violencia, del orgullo, de la enemistad”.
Por su parte, el escritor Álvaro Pombo, en su sugerente y bastante ortodoxa “Vida de San Francisco de Asís. Una paráfrasis” (Editorial Planeta) dice lo siguiente:
“Uno de los atractivos de san Francisco de Asís fue para mí la sensación de hallarme ante un cristianismo anterior al concepto de pecado. Siempre tuve la impresión de que el pecado era un concepto menos importante en los evangelistas que el concepto de plenitud o de gracia o de pléroma o de boda (…). No estoy eludiendo la cruz. Pero la cruz no puede ser sustancial, de la misma manera que no puede ser sustancial el rescate: el sacrificio del cordeo inmaculado para pagar con su sangre el rescate, no puede ser sustancial”.
* * * * *
Para quienes quieran acercarse a su figura mis recomendaciones, no obstante, son tres de los libros tradicionales: “Sabiduría de un pobre” de Eloi Leclerc en Editorial Encuentro, “El hermano de asís” de Ignacio Larrañaga en Ediciones Paulina y “Yo, Francisco”, de Carlo Carreto, también en Ediciones Paulinas.Como visión novelada muy atractiva y maravillosamente escrita recomiendo “El pobre de Asís” de Nikos Kazantzakis, en la Editorial Debate.
A nivel literario, aunque no han caído aún en mis manos, fuentes generalmente bien informadas dicen que los libros más interesantes sobre él son los de Chesterton y Pardo Bazán.
Y como divertimento genial el comic citado: “Francisco el Buenagente” de José Luis Cortés en la Editorial PPC.
lunes, 1 de octubre de 2007
El debate del presupuesto
Cuando hace unos años estuve durante varias semanas en el Reino Unido por razones de trabajo me sorprendió la importancia social que se le daba al debate sobre el presupuesto.
El día que el presupuesto se presentaba al Parlamento había una programación especial de televisión para explicar y discutir su contenido. Y los que debatían no eran sólo políticos. También economistas, directivos de empresa, representantes sindicales y profesionales de distinta naturaleza analizaban detenidamente la propuesta del gobierno y valoraban cada una de sus decisiones en materia de ingresos y gastos.
Al día siguiente los periódicos dedicaban suplementos especiales con un nivel de detalle que permitía a cualquiera con un cierto nivel cultural hacerse una idea de cuáles eran las prioridades políticas manifestadas en aquellas cuentas.
En España esta preocupación por el presupuesto nunca ha existido. Y cuando surje, en los últimos años, lo hace como acostumbramos en nuestra historia reciente: por razones de geografía y a base de consignas.
O sea, que el asunto consiste en si se salda con Andalucía la deuda histórica, si para cumplir el ratio de inversiones del Estatuto catalán computan o no las partidas más inverosímiles o si para el presupuesto de Madrid se deben tener en cuenta las remodelaciones del mobiliario de los ministerios. Puro disparate.
No es de extrañar que una sociedad que le da esta importancia a qué parte detraen de lo obtenido lícitamente de su esfuerzo cotidiano y a cómo se gasta lo que le hurtan festeje en privado cualquier pequeña ratería al fisco y todas las formas de beneficiarse del despilfarro público que nos rodea.
En el fondo, a nadie le interesa que expliquen de dónde se obtienen los ingresos. Y sobre la base de qué tributos y qué contribuyentes ha evolucionado la recaudación respecto al año anterior. En qué se gasta cada euro. Cuánto va a los partidos ayunos de militantes. Y cuánto a los sindicatos a los que casi nadie se afilia. Cuánto se dilapida en replicar el entramado burocrático en cada comunidad autónoma. Y cuánto a subvenciones de cineastas, literatos, músicos y profetas varios (cuya obra me gusta apreciar, pero me jode se financie porque sí y con independencia de su calidad y reconocimiento social).
Me gustaría saber qué porcentaje real de los ingresos se destina a justicia, policía, infraestructuras, educación y sanidad (objetivos esenciales del Estado para lograr una sociedad justa). De lo restante, tal vez algo sea necesario, pero la mayoría es sólo un primitivo e injusto sistema de redistribución de la riqueza. O de mantenimiento de privilegios de castas y aseguramiento de la reelección. En el mejor de los casos.
El día que el presupuesto se presentaba al Parlamento había una programación especial de televisión para explicar y discutir su contenido. Y los que debatían no eran sólo políticos. También economistas, directivos de empresa, representantes sindicales y profesionales de distinta naturaleza analizaban detenidamente la propuesta del gobierno y valoraban cada una de sus decisiones en materia de ingresos y gastos.
Al día siguiente los periódicos dedicaban suplementos especiales con un nivel de detalle que permitía a cualquiera con un cierto nivel cultural hacerse una idea de cuáles eran las prioridades políticas manifestadas en aquellas cuentas.
En España esta preocupación por el presupuesto nunca ha existido. Y cuando surje, en los últimos años, lo hace como acostumbramos en nuestra historia reciente: por razones de geografía y a base de consignas.
O sea, que el asunto consiste en si se salda con Andalucía la deuda histórica, si para cumplir el ratio de inversiones del Estatuto catalán computan o no las partidas más inverosímiles o si para el presupuesto de Madrid se deben tener en cuenta las remodelaciones del mobiliario de los ministerios. Puro disparate.
No es de extrañar que una sociedad que le da esta importancia a qué parte detraen de lo obtenido lícitamente de su esfuerzo cotidiano y a cómo se gasta lo que le hurtan festeje en privado cualquier pequeña ratería al fisco y todas las formas de beneficiarse del despilfarro público que nos rodea.
En el fondo, a nadie le interesa que expliquen de dónde se obtienen los ingresos. Y sobre la base de qué tributos y qué contribuyentes ha evolucionado la recaudación respecto al año anterior. En qué se gasta cada euro. Cuánto va a los partidos ayunos de militantes. Y cuánto a los sindicatos a los que casi nadie se afilia. Cuánto se dilapida en replicar el entramado burocrático en cada comunidad autónoma. Y cuánto a subvenciones de cineastas, literatos, músicos y profetas varios (cuya obra me gusta apreciar, pero me jode se financie porque sí y con independencia de su calidad y reconocimiento social).
Me gustaría saber qué porcentaje real de los ingresos se destina a justicia, policía, infraestructuras, educación y sanidad (objetivos esenciales del Estado para lograr una sociedad justa). De lo restante, tal vez algo sea necesario, pero la mayoría es sólo un primitivo e injusto sistema de redistribución de la riqueza. O de mantenimiento de privilegios de castas y aseguramiento de la reelección. En el mejor de los casos.
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