Conforme a la nomenclatura de la más reciente Pastoral se diría que estoy en la “frontera de la fe”. Algo así como los “periodos de desierto” de los que hablaban nuestros místicos.
Aun así (o tal vez por eso) me considero parte de la Iglesia. Y siento la fuerza y la verdad del mensaje del Evangelio. Tanto como la propia incapacidad para seguirlo con decisión.
En medio de esta lucha interior, la elección del Papa Francisco es un claro signo de esperanza. Sin duda, la personalidad de este jesuita, argentino y devoto de Francisco de Asís ha cogido por sorpresa a todos los que estaban en Roma cubriendo la noticia de la elección del nuevo Papa. Y sus gestos, su naturalidad, la falta de boato, les ha supuesto una auténtica conmoción de la que no cesan de dar noticia en los medios de comunicación.
Sin embargo, en casi ningún sitio (ni siquiera en los medios eclesiales) he leído análisis que nazcan de la fe. Algo explicable en la mayoría de los corresponsales, pero mucho menos en religiosos o sedicientes católicos que han informado o han dado su opinión sobre esta elección.
Lo que a mí más me ha llamado la elección de este nuevo Papa es que, desde el primer momento, ha cambiado el eje de las palabras que habitualmente salen del Vaticano. Desde que se asomó al balcón de la Plaza de San Pedro ha hablado sólo desde la Fe y en relación con la Fe. Ha orado, ha pedido que oren por él, ha recordado que sin la centralidad de Cristo la Iglesia sería una ONG, ha bendecido a los periodistas que han seguido el cónclave desde el respeto a quienes profesan otra religión o no tienen ninguna y ha reivindicado esta mañana en el Ángelus la misericordia como el mayor signo del amor de Dios, que no juzga a la mujer adúltera, sino que simplemente le perdona (aunando en su discurso al teólogo Walter Kasper con el reconocimiento de la gran sabiduría de una humilde octogenaria que le recordó que sin el perdón de Dios el mundo no existiría).
Ante una demostración tan palpable de que Francisco es un hombre de Dios, los debates sobre si es progresista o conservador son sólo una riña infantil de quienes siguen sin entender que esas son categorías humanas. Y que el Papa (la Iglesia) habla (o debe hablar) desde categorías que no-son-de-este-mundo.
Lo más importante que ha demostrado hasta ahora Francisco es que, desde la fe, todo lo que se hace es desde la libertad de saberse hijo de Dios, pecador y perdonado. Por eso, el debate acerca de la pobreza no está en vender toda la riqueza de la Iglesia mañana por la mañana (como querrían algunos), ni en justificar a los que detentan las grandes fortunas (como exigirán otros). Está en considerar al pobre un hermano, hijo de Dios y opción preferencial. Al igual que entender que la Iglesia, con todo lo que tiene, es el resultado de una historia de miserias y grandezas que ha conseguido hacernos llegar después de veinte siglos el mensaje salvador de Jesús.
A partir de ahí, cualquier decisión será siempre sorprendente. Porque la fe, la confianza en la voluntad de Dios, siempre causa sorpresa en un mundo acostumbrado a fiarse sólo de sus propias fuerzas y caudales.
De seguir en esta línea, ésta será la grandeza de un pontificado que interrogará de forma mucho más profunda a los hombres, a todos los hombres, de lo que les gustaría a los creadores de opinión. El debate no está (o, al menos, no está en primer término) en las mujeres, los homosexuales, las posesiones de la Iglesia o la estructura de la curia. Lo que se plantea, en una intuición genial de Benedicto XVI al proclamar el Año de la Fe, es si nuestra confianza está en Dios o en el dinero, en Su voluntad o en nuestros deseos.
Una fe vivida de este modo es mucho más profunda, liberadora y real. Pero mucho más difícil y arriesgada que la de los preceptos formales a la que vienen estando acostumbrados tantos.
El mandamiento más difícil de cumplir, en fin, es el primero (Amarás a Dios sobre todas las cosas) y no el quinto, o el sexto, o el séptimo,… Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. No se puede resumir mejor el ideal de vida. Y no se puede pedir más. Lo otro (los ritos, las reglas, los sacramentos, los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, los catecismos,…) no son sino instrumentos para hacer más llevadera la radicalidad del Evangelio. Porque somos pecadores. Y necesitamos que nos faciliten el camino y nos den seguridades.
Pero como decía un jesuita esta semana, durante muchos siglos el mensaje de Jesús, el Evangelio, ha tenido muchas adherencias. Y los cardenales han elegido al Papa Francisco para que elimine todo lo que se ha ido pegando. Para que vuelva a lo esencial. Para que viva y nos ayude a vivir la Fe.
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