En él hubo un tanto de amigo y un tanto de padre. Un punto de profesor y un pellizco de fraile. Hubo un algo de aventurero y una vocación (no frustrada del todo) de empresario.
Pacífico (Pachi, el Cura) reconocía a cada uno al poco de entrar en su clase y sabía qué era lo que podía dar, de bueno y de malo. Como conocía su persona, sus debilidades y sus logros (de los cuales se enorgullecía sin vano pudor).
No le hemos querido por lo que nos ha dado. Por esa forma tan particular de pasar veranos y puentes festivos. El aprecio ha sido personal, único, por lo que ha hecho por nosotros, por cada uno de nosotros. Por su forma de entregarse a una vocación tan particular (y tan dura) como la de los jóvenes.
Porque Pacífico no ha sido un agitador social ni un dinamizador cultural, aunque haya abierto a muchos los ojos a las realidades más duras y a las nuevas formas de expresión artística. No ha sido un ecologista ni un guía de turismo, a pesar de que entendiera y admirara la naturaleza en lo que vale y en lo que es (sin falsas protecciones o miradas waldisneynianas) y de que los viajes al extranjero fueran mas completos o valiosos que los de cualquier intermediario especializado.
Él ha sido un hombre de fe. Que mezclaba la necesaria fe del carbonero con la de quien había intuido que, desde aquí, cualquier teología que hagamos es pura palabrería si no nos sirve para acercarnos al hermano. Para reconocer en los demás a alguien que es parte de nosotros.
Y una fe franciscana. De una radicalidad tan absoluta que merecía la pena, apetecía,... pero uno notaba siempre que las fuerzas flaquearían antes incluso de intentarlo.
Pero, al fin, Pacífico no era un teórico. Era alguien cercano que a cada uno nos dio todo lo que tenía, que nos exigió lo máximo y nos hizo descubrir en nosotros caminos que nunca hubiéramos supuesto que podíamos transitar. Nos dio libertad de hacer (y de equivocarnos). Pero nos dio, sobre todo, su afecto y su cercanía.
Ahora, que lo que nos queda es vivir de su recuerdo, surge la duda de si sabremos descubrir en nosotros los límites para darnos a los demás, para hacer brotar lo que, poco a poco, con paciencia unas veces y tosca violencia otras, nos recordaba: la libertad entendida en el más profundo de sus sentidos. Libertad para que nada ni nadie (de fuera o como parte de nuestras propias pasiones) condicione nuestro modo de ser y de estar en e mundo y con quienes nos rodean.
miércoles, 27 de agosto de 2008
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