De todas las paradojas que acompañan nuestra existencia, creo que ninguna alcanza el grado de insensatez que supone el contemporáneo modo de celebrar la Navidad.
Festejar el nacimiento de un niño en la más absoluta pobreza mediante una sucesión desaforada de comidas y cenas pantagruélicas nos instala en una total desvergüenza.
El despilfarro en luces, regalos, viajes,... no tiene parangón en ninguna otra fecha. No es sólo que se haya olvidado el origen religioso (o la transformación del solsticio en Redención). Es que ese sentido religioso sigue vivo... para ofrecernos el placer de su profanación.
Haría bien la Iglesia en alterar la fecha de conmemoración del nacimiento de Jesús para tratar de atrapar la esencia del Mensaje. Aunque bien pensado, debe ser difícil reclamar coherencia desde los grandes despachos vaticanos de quienes escriben y revisan misales y breviarios...
Tal vez sea que la Iglesia, intuyendo los complejos mecanismo de la mente humana, consiente símbolos paganos de ostentación y riqueza para poder llegar a más conciencias.
Y que las familias encuentran el modo perfecto de aferrarse al ritual para encuentros deseados o forzados, pero inevitables siempre. Para que los abrazos o las discusiones, la mesa compartida o el alcohol rebosante, nos recuerden que los vínculos de sangre nos perseguirán hasta el último suspiro.
A pesar de todo, desde aquí, a esta "inmensa minoría" de frecuentadores cibernéticos y amigos varios, mis mejores deseos para esta Navidad y que 2008 vea colmarse vuestras ilusiones y anhelos.
miércoles, 19 de diciembre de 2007
domingo, 2 de diciembre de 2007
Con prisa y deprisa
Hace no mucho charlaba con un compañero de profesión algo mayor que yo sobre lo compleja que hemos hecho la vida.
Recordábamos cómo quince o veinte años atrás uno, en ocasiones, tenía prisa. Se le acumulaban varias cosas que hacer en el día y podía ser complicado llegar a todas. Pero era algo circunstancial. Que podía incluso repetirse con cierta frecuencia, pero que no resultaba absolutamente imprevisto.
Hoy, sin embargo, los días con prisa han desaparecido. Porque vivimos deprisa. Y como todo es urgente, es la propia sucesión de acontecimientos la que nos conduce por la vida.
En las grandes ciudades el asunto es simplemente demencial. Pero incluso en las pequeñas el fenómeno va siendo cada vez más frecuente.
A través de los móviles, las blackberries, los portátiles, los espacios wi-fi,... tenemos que estar permanente comunicados. O lo que es lo mismo, accesibles. Dispuestos a que cualquiera interrumpa nuestro ocio, descanso, trabajo o reflexión para contarnos cualquier estupidez, hacernos partícipes de la última noticia o encargarnos algún asunto profesional que debe ser resuelto con igual celeridad.
La intimidad ha dejado de existir. Y el hecho de estar de fin de semana o de vacaciones no supone ya, para la mayoría de quienes nos dedicamos al sector "servicios", desconectar de la actividad. Sino sólo poderlo hacer a un ritmo menor y desde diferentes puntos geográficos.
Sumando la facilidad de los viajes y la inmediatez en el envío y recepción de voz, imagen y datos, la disponibilidad es algo inherente a cualquier profesional.
Para muchos, la competitividad, eficacia y productividad consisten precisamente en esto. En que las cosas se hagan de forma inmediata.
Sin embargo, salvo en contadas ocasiones, esto no es así. Sobre todo, por dos motivos: la imprevisión y la falta de reflexión.
La teoría tradicional del "management" explica cómo para la dirección de cualquier proceso es necesario seguir tres etapas: planificación, organización y control. Estudiar qué hay que hacer, implantar los recursos necesario para ello y establecer los mecanismos de control para asegurar la adecuada calidad y subsanar los errores (humanos o del proceso) que se pongan de manifiesto. Sin embargo, cuando de lo que se trata es de recibir un correo electrónico y responderlo a la mayor brevedad resulta imposible cualquier mecanismo de planificación, orden o control. Ni en quien lo emite (habitualmente), ni en quien tiene que responderlo.
Pero, además, la inmediatez estimula los reflejos, pero impide la reflexión. Uno suele hacerse más despierto para intuir los riesgos y advertir los peligros. Pero difícilmente podrá analizar las cuestiones con el detenimiento que requieren. Porque ni hay tiempo para hacerlo ni, en general, se valorará.
Todo ello, cuando, además, la continua movilidad entre empresas hace que cuando surgen los problemas casi nunca estén para responder de ello los mismos que los causaron. Pero esto es parte de otra historia...
Recordábamos cómo quince o veinte años atrás uno, en ocasiones, tenía prisa. Se le acumulaban varias cosas que hacer en el día y podía ser complicado llegar a todas. Pero era algo circunstancial. Que podía incluso repetirse con cierta frecuencia, pero que no resultaba absolutamente imprevisto.
Hoy, sin embargo, los días con prisa han desaparecido. Porque vivimos deprisa. Y como todo es urgente, es la propia sucesión de acontecimientos la que nos conduce por la vida.
En las grandes ciudades el asunto es simplemente demencial. Pero incluso en las pequeñas el fenómeno va siendo cada vez más frecuente.
A través de los móviles, las blackberries, los portátiles, los espacios wi-fi,... tenemos que estar permanente comunicados. O lo que es lo mismo, accesibles. Dispuestos a que cualquiera interrumpa nuestro ocio, descanso, trabajo o reflexión para contarnos cualquier estupidez, hacernos partícipes de la última noticia o encargarnos algún asunto profesional que debe ser resuelto con igual celeridad.
La intimidad ha dejado de existir. Y el hecho de estar de fin de semana o de vacaciones no supone ya, para la mayoría de quienes nos dedicamos al sector "servicios", desconectar de la actividad. Sino sólo poderlo hacer a un ritmo menor y desde diferentes puntos geográficos.
Sumando la facilidad de los viajes y la inmediatez en el envío y recepción de voz, imagen y datos, la disponibilidad es algo inherente a cualquier profesional.
Para muchos, la competitividad, eficacia y productividad consisten precisamente en esto. En que las cosas se hagan de forma inmediata.
Sin embargo, salvo en contadas ocasiones, esto no es así. Sobre todo, por dos motivos: la imprevisión y la falta de reflexión.
La teoría tradicional del "management" explica cómo para la dirección de cualquier proceso es necesario seguir tres etapas: planificación, organización y control. Estudiar qué hay que hacer, implantar los recursos necesario para ello y establecer los mecanismos de control para asegurar la adecuada calidad y subsanar los errores (humanos o del proceso) que se pongan de manifiesto. Sin embargo, cuando de lo que se trata es de recibir un correo electrónico y responderlo a la mayor brevedad resulta imposible cualquier mecanismo de planificación, orden o control. Ni en quien lo emite (habitualmente), ni en quien tiene que responderlo.
Pero, además, la inmediatez estimula los reflejos, pero impide la reflexión. Uno suele hacerse más despierto para intuir los riesgos y advertir los peligros. Pero difícilmente podrá analizar las cuestiones con el detenimiento que requieren. Porque ni hay tiempo para hacerlo ni, en general, se valorará.
Todo ello, cuando, además, la continua movilidad entre empresas hace que cuando surgen los problemas casi nunca estén para responder de ello los mismos que los causaron. Pero esto es parte de otra historia...
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