¡Fíjate que callados están todos!
Ahora que te has ido, que no estás aquí para reñirles, van y se callan a la hora del Ángelus. ¡Tiene guasa!
¿Te acuerdas cuando empezamos con esto? Yo debía tener catorce o quince años. Y tú te habías empeñado que aquí había que hacer el campamento. Y te pusiste a moverlo todo para que tuviéramos unas condiciones mínimamente aceptables. Pero las cosas no son tan sencillas. Y resultó que había que conseguir que viniera mucha gente, y que parte de ellos fueran haciendo y adecentando las instalaciones,… Y el panorama de lo que era el campamento cambió radicalmente. Porque en Pinofranqueado o en García de Sola había poco de arreglar. Y lo que había se arreglaba en muy poco tiempo (salvo las colchonetas, que ya podía uno darle mandobles que no acababa nunca de limpiarlas del todo…). Por eso, la mayor parte del tiempo la gente se lo pasaba hablando, cantando, preparando una obra de teatro, escribiendo,… Agitando, en fin, su mente y las conciencias.
Pero al llegar aquí hacía falta gente de otro tipo. Gente que estuviera dispuesta a tirarse todo el día acarreando piedras, encalando las paredes, construyendo el suelo del comedor,… Gente que con veinte años no estaba dispuesta a que nadie le dijera a las doce que había que parar diez minuto para escuchar unos textos orientales y tratar de adivinar la letra de una canción en un equipo de megafonía que todavía funcionaba casi a pilas. Por no hablar de la cocina, donde siempre hacía falta reclamar a gritos alguna ayuda a eso de las doce y tres minutos…
Y tú te empeñaste en que no. En que a esa hora había que conseguir que todo se parara, que todo el mundo se callara, que se apuntara una idea que diera sentido a lo que cada uno estaba haciendo.
Y lo conseguiste. ¿No lo ves? Están todos callados. Ninguno se acuerda de Tagore ni de Gibran; de Bertol Brecht ni de Francisco el Buenagente. Pero da lo mismo. Porque lo importante no era que ellos se pararan ni que otros proclamáramos lo que entonces creíamos a pie juntillas. Lo importante era que cada uno tuviéramos nuestro minuto de gloria. Los pontoneros con sus arpilleras, los de la cocina consiguiendo alimentar con recursos escasos a tanta gente sin mayores contratiempos y los del micrófono y las canciones construyendo nuestra propia personalidad con lo que creíamos estar haciendo para los otros.
De hacer que cada uno, con su particular historia, ahondara en el misterio de la fe, ya te encargabas tú. ¿O por qué si no están todos ahora aquí callados? No porque quieran escucharnos a los de siempre, sino porque están escuchando tus palabras. Porque les enseñaste a caminar en solitario, a sentirse responsables de todo lo que hacían. Sabiendo, eso sí, que tú andabas detrás. Esperando lo que hiciera falta. Acogiendo nuevamente a quien hubiera vuelto después de mucho tiempo.
Por eso te echan de menos. Porque hasta hace muy poco sabían que estabas ahí. Y ahora, averiguar cómo hay que seguir caminando es cada vez más complicado. Pero no pierden la esperanza. ¿No los ves? Siguen callados. Yo creo que alguno ha conseguido recordar en este rato conversaciones enteras contigo. Conversaciones de esas de cuando uno tiene una edad en la que cada cosa que se le diga marca su personalidad. ¡Pues de esas! ¡Y no son pocas!
Lo difícil ahora será no sólo mantener esas conversaciones en el recuerdo, sino tratar de intuir cómo pueden servirnos para ir enfrentándonos a una vida cada vez más compleja.
Estoy seguro que tú, desde donde andes, no nos vas a dejar tirados. Que ya te las ingeniarás para que no nos desorientemos del todo.
Aunque siempre dándonos un poco de vidilla. Dejando que tropecemos muchas veces, que nos equivoquemos,… Porque en esta escuela de vida, que comenzaba en los campamentos y no acababa nunca, era cada uno quien debía ir eligiendo su propia senda.
Y supongo que será eso lo que nos sigas diciendo. Que no nos compliquemos. Que esto consiste sólo en ser libres, asumiendo que esto no significa hacer lo que se nos ocurra en cada momento, sino irse despojando de todo lo que no nos deja comportarnos conforme lo que realmente sentimos y nos hace sentirnos mejor de forma más duradera. Y que siempre hay un límite, que son los otros, a los que hay que admirar, asumir y acoger siempre.
Ya sé que se nos olvida muy a menudo. Pero no sé por qué, algo me dice que ahora te vas a encargar de recordárnoslo con más frecuencia. Nos hará mucho bien. Ahora que no te tenemos delante, nos hace más falta que nunca.
viernes, 3 de octubre de 2008
miércoles, 1 de octubre de 2008
Tres reflexiones sobre la crisis
Una reflexión ética
La crisis económica que nos viene asediando desde hace más de un año ha puesto de manifiesto las terribles deficiencias éticas de los que se ganan la vida en el circuito financiero.
El asunto no consiste, como tratan algunos, en que haya que acabar con la especulación, que es una pieza más del sistema económico que permite el desarrollo que hemos tenido en los últimos años. Lo que hay que valorar es si la remuneración de los directivos y de los profesionales de las entidades financieras debe estar vinculada a resultados a corto plazo o debe relacionarse con verdaderos escenarios de creación de valor en las empresas.
No parece lógico que la inversión en bolsa se haga sin tener en cuenta cuáles son los fundamentos reales de cada empresa (más que nada porque quienes recomiendan la inversión son jóvenes analistas financieros que jamás han estado en una empresa de la economía real y que no conocen ni el sector ni las particularidades con las que cada una de ellas se desenvuelven). Como tampoco es razonable que en un banco haya quien se limite a generar deuda para paquetizarla y venderla a otras entidades cuando su propia entidad no estaría dispuesta a asumir en solitario ese riesgo (ni siquiera en solitario).
Además, los incentivos empresariales son a corto plazo y quien ha tomado una decisión equivocada (que, como casi todas, sólo se reconoce como tal cuatro o cinco años después) no debe responder de su error porque ha cambiado su puesto de trabajo antes del colapso. Y resulta, entonces, que la rotación en estas empresas es una perfecta excusa para que todos eludan sus responsabilidades. Una muestra más de la absoluta falta de mecanismos de control en quienes deben encargarse de velar por la estabilidad del sistema financiero.
Una reflexión ideológica
Cuando uno defiende el liberalismo no lo hace por extravagancia ni por pragmatismo.
La intervención y la regulación en la economía pueden ser muy útiles desde un punto de vista económico. Si se hacen con criterio pueden ayudar a una mejor asignación de los recursos. Si se realizan en un escenario de pánico como el actual pueden colaborar al apaciguamiento de las turbulencias financieras.
Pero sean cuales fueran las intervenciones, y sean cuales fueren sus efectos en la economía, siempre supondrán una reducción en el ámbito de libertad de los individuos, de cada individuo.
Y uno sigue reivindicando el individuo como el único núcleo de absoluta realidad.
Al final, no son las empresas, ni los Ayuntamientos, ni las congregaciones, ni las asociaciones, ni las cuadrillas, ni las escuelas, ni las sociedades, ni las familias,… las que sufren. El sufrimiento, como la alegría, son sensaciones epidérmicas de las que sólo puede hablar (y, en general, malamente) quien las experimenta.
La reivindicación del liberalismo es una reivindicación del individuo. De su absoluta libertad. De la necesidad de que sea responsable hasta el final de las consecuencias de sus actos. De los conscientes y de los atolondrados. Porque, como en la educación de los niños, uno sólo puede aprender realmente lo que quema o lo que da calambre si alguna vez ha sentido el calor y el doloroso cosquilleo de los kilowatios.
Una reflexión informativa
Si los periodistas supieran de lo que están hablando tal vez agravaran las consecuencias de la crisis. Pero, al menos, no generarían más perplejidad.
Cuando uno escucha al responsable de un banco (incluso si es el responsable del banco que vive en New York y habla en inglés) hay cosas que se le escapan. Y siempre tiene la sensación de que no le está diciendo toda la verdad (a veces, ni siquiera un pequeño pedazo). Pero cuando uno lee y escucha a la mayoría de los “informadores” de nuestros “media” advierte las profundas razones por las cuales triunfa en nuestro país la prensa del corazón. Es de lo único de lo que comprenden algo. Y los amables espectadores están encantados de sentir que, más allá de las verdades, en lo que se escucha en esos programas hay algo de coherencia.
La crisis económica que nos viene asediando desde hace más de un año ha puesto de manifiesto las terribles deficiencias éticas de los que se ganan la vida en el circuito financiero.
El asunto no consiste, como tratan algunos, en que haya que acabar con la especulación, que es una pieza más del sistema económico que permite el desarrollo que hemos tenido en los últimos años. Lo que hay que valorar es si la remuneración de los directivos y de los profesionales de las entidades financieras debe estar vinculada a resultados a corto plazo o debe relacionarse con verdaderos escenarios de creación de valor en las empresas.
No parece lógico que la inversión en bolsa se haga sin tener en cuenta cuáles son los fundamentos reales de cada empresa (más que nada porque quienes recomiendan la inversión son jóvenes analistas financieros que jamás han estado en una empresa de la economía real y que no conocen ni el sector ni las particularidades con las que cada una de ellas se desenvuelven). Como tampoco es razonable que en un banco haya quien se limite a generar deuda para paquetizarla y venderla a otras entidades cuando su propia entidad no estaría dispuesta a asumir en solitario ese riesgo (ni siquiera en solitario).
Además, los incentivos empresariales son a corto plazo y quien ha tomado una decisión equivocada (que, como casi todas, sólo se reconoce como tal cuatro o cinco años después) no debe responder de su error porque ha cambiado su puesto de trabajo antes del colapso. Y resulta, entonces, que la rotación en estas empresas es una perfecta excusa para que todos eludan sus responsabilidades. Una muestra más de la absoluta falta de mecanismos de control en quienes deben encargarse de velar por la estabilidad del sistema financiero.
Una reflexión ideológica
Cuando uno defiende el liberalismo no lo hace por extravagancia ni por pragmatismo.
La intervención y la regulación en la economía pueden ser muy útiles desde un punto de vista económico. Si se hacen con criterio pueden ayudar a una mejor asignación de los recursos. Si se realizan en un escenario de pánico como el actual pueden colaborar al apaciguamiento de las turbulencias financieras.
Pero sean cuales fueran las intervenciones, y sean cuales fueren sus efectos en la economía, siempre supondrán una reducción en el ámbito de libertad de los individuos, de cada individuo.
Y uno sigue reivindicando el individuo como el único núcleo de absoluta realidad.
Al final, no son las empresas, ni los Ayuntamientos, ni las congregaciones, ni las asociaciones, ni las cuadrillas, ni las escuelas, ni las sociedades, ni las familias,… las que sufren. El sufrimiento, como la alegría, son sensaciones epidérmicas de las que sólo puede hablar (y, en general, malamente) quien las experimenta.
La reivindicación del liberalismo es una reivindicación del individuo. De su absoluta libertad. De la necesidad de que sea responsable hasta el final de las consecuencias de sus actos. De los conscientes y de los atolondrados. Porque, como en la educación de los niños, uno sólo puede aprender realmente lo que quema o lo que da calambre si alguna vez ha sentido el calor y el doloroso cosquilleo de los kilowatios.
Una reflexión informativa
Si los periodistas supieran de lo que están hablando tal vez agravaran las consecuencias de la crisis. Pero, al menos, no generarían más perplejidad.
Cuando uno escucha al responsable de un banco (incluso si es el responsable del banco que vive en New York y habla en inglés) hay cosas que se le escapan. Y siempre tiene la sensación de que no le está diciendo toda la verdad (a veces, ni siquiera un pequeño pedazo). Pero cuando uno lee y escucha a la mayoría de los “informadores” de nuestros “media” advierte las profundas razones por las cuales triunfa en nuestro país la prensa del corazón. Es de lo único de lo que comprenden algo. Y los amables espectadores están encantados de sentir que, más allá de las verdades, en lo que se escucha en esos programas hay algo de coherencia.
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